De pie, a la puerta del colegio, espero para recoger a mi hija en el último día del curso. Mi espera es amenizada por dos madres que tengo a mi lado, que hablan sobre los planes que tienen para sus hijos, de la misma edad que la mía, seis años. Aunque a juzgar por la cantidad de disciplinas que tienen ya previstas para ellos nadie lo diría.
Una de ellas tiene claro
que su hijo los lunes y miércoles continuará yendo a Inglés. Los martes están
reservados a la natación y casi está ya decidida para que los jueves comience
este año con las clases de música. Su gran duda radica en los viernes, ya que
tiene la opción de ampliar un día más el inglés o declinarse por un segundo día
de piscina, aunque el Judo le tienta también.
La segunda madre tenía
clarísimas las jornadas de Inglés, Ballet y Natación para su hija, pero su gran
dilema radicaba en que la niña es un poco “paradita” y no sabe defenderse bien,
así que estaba pensando en apuntarla a clases de defensa personal. Imagino que
lo de reforzar ella misma a su hija no lo contempla, pudiendo solucionarlo en
una academia.
Y éstas eran sólo las
actividades pensadas para cuando salieran del colegio, ya que a éstas, según
comentaban, había que añadir las realizadas en el rato que pasan desde que termina
el comedor hasta que retoman las clases por la tarde.
Éste es sólo un ejemplo de
la saturación a la que actualmente someten muchos padres a sus hijos. Jornadas
excesivas de trabajo para niños a los que al final se les roba el tiempo de
ejercer como tales y que en muchos casos terminan sufriendo estrés infantil.
No estoy en ningún modo en
contra de que los niños amplíen sus conocimientos mediante clases teóricas o
físicas, en absoluto, pero tengamos un poco de sentido común y moderación. Unos
padres no son mejores por gastarse más dinero en academias y, por otra parte,
sus hijos tampoco van a ser necesariamente más brillantes ni más felices por
saturarles a actividades extraescolares.
Los niños tienen que tener
tiempo para ser niños. Jugar en el parque con otros niños o en casa, con sus
juguetes, con sus hermanos, con sus padres o simplemente solos. Y voy más allá.
Los niños tienen que saber aburrirse. Sí, aburrirse. En un mundo envuelto de
estrés, de actividades encadenadas, sin tiempo para asimilar casi nada de lo
que les ocurre, los niños tienen que tener tiempo para pararse y mirar a su
alrededor, para no tener nada que hacer en un momento dado y darse cuenta de
que no pasa nada por aburrirse, todo lo contrario, se fomenta la creatividad
innata que los niños tienen.
Cada vez que mi pequeño
tesoro, mi niña de seis años, me dice “mamá me aburro” y le digo con una
sonrisa “no pasa nada Marina, aburrirse es bueno”, ella me mira con cara rara,
pero a continuación aprende a salvar esa situación de mil maneras.
Junio 2016
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